Llegamos al último tramo de 2019. Un último tramo donde, cualquiera sea el sesgo ideológico, existe un denominador común entre los argentinos: la preocupación por la incertidumbre económica y por el no saber ni cómo, ni al precio de quién se pagará el endeudamiento elefantiásico que nos deja Macri.
La actual administración se llenó de deuda en dólares para financiar el déficit que había dejado la última administración kirchnerista. Se limitó a un relativamente bajo financiamiento monetario. Y, sin embargo, en 4 años, disparó la inflación (llevamos 234% de inflación acumulada entre diciembre de 2015 y agosto de 2019) y terminamos los argentinos, una vez más, en una crisis de deuda.
Un paréntesis sobre la crisis de deuda: el acreedor no busca que pagues todo el capital de un saque, le conviene que seas su presa por años, a través del pago y repago de intereses. En términos geopolíticos, esta es la forma más elegante de vulnerar la soberanía de un país, de someterlo. Este problema, que Roberto Lavagna logró cortar en 2005 (llegá al final de este post si no me creés), decía que este problema de endeudamiento crónico el gobierno de Mauricio Macri lo expandió a un nivel que no resiste análisis.
Uno de los peores gobiernos desde el regreso de la democracia
El gobierno de Cambiemos, hoy Juntos por el Cambio, será recordado en los libros de Historia como uno de los peores de la Argentina. Aseguró reducir paulatinamente el déficit fiscal heredado, quitando drásticamente financiamiento monetario, y optó con fervor por la colocación de deuda, mayoritariamente en moneda extranjera.
En criollo, reventó la tarjeta y la recargó de dólares impagables. A eso le llamaron “gradualismo” y fue frecuente escuchar a más de un funcionario de gobierno decir que, así, “con el gradualismo, nos cuidaban a los argentinos y en especial a la población más vulnerable”.
Querían de ese modo reducir de forma paulatina el desequilibrio fiscal primario. Pero para que todo les saliera bien hubiese sido bueno aplicar ese plan en Marte. En la Tierra las cosas son muy diferentes.
El “gradualismo”, para su buen funcionamiento, precisaba de que no ocurrieran shocks negativos en el mercado de bonos y de que la incertidumbre nacional, regional y mundial se mantuviera baja. Pero no estábamos en Marte. El endeudamiento público terminó creciendo de 48,6% del PBI (2015) al 87,8% (1er trimestre de 2019). Y las perspectivas de terminar el año son nefastas: en torno al 100%.
Macri lo hizo
Macri y su equipo. El mismo que inició el gobierno con 29% de pobreza y que nos dejará con cerca del 40%. El mismo equipo que prolongó el estancamiento que vivimos desde 2011 y que lo aceleró a grado tal de caer en el descrédito. (Ni Donald Trump, con el FMI a la cabeza y sus pronósticos frecuentemente errados, confía ya en la actual administración).
Por otra parte, o por la misma, no hubo un orden de prioridades. Se tomó todavía más deuda en moneda extranjera para realizar gastos en pesos, profundizándose el déficit de cuenta corriente, que alcanzó valores por encima del 5,4% del PBI en 2018.
Lluvia de inversiones, bien, gracias
Lo demás ya es conocido por todos. No hubo más “inversores” a los que pedir prestado, la crisis de la balanza de pagos resultó terminal, la salida de esa situación fue la depreciación del peso y la recesión -que comprimió la demanda de importaciones-, y el gobierno, frente al inminente default, golpeó la puerta del FMI y nos propuso enamorarnos de Christine Lagarde. (¿Te acordás?). Había fallado el “gradualismo”.
El FMI preparó su receta, con un importante apoyo de la gestión Trump: aceleración del ajuste fiscal, política monetaria más restrictiva, mucho optimismo y otro tanto, acaso, de cinismo. Porque no se puede creer a estas alturas que los errores del FMI sean un simple desliz. No es creíble (o al menos sustentable desde lo teórico) la sucesión de fracasos del organismo internacional que, en nuestro caso 2019, ya tiene una primera materialización en el “reperfilamiento de la deuda de corto plazo”, es decir, en un default selectivo.
¿Cuál es el camino?
La situación en la que nos deja el gobierno de Macri es gravísima. No hay aquí salvadores ni iluminados que solos, sin un consenso y un gobierno de unidad nacional, puedan aplicar medidas que equilibren la fragilidad macroeconómica con la crisis social en la que ya vivimos.
Necesitamos generar superávits primarios, pero no por eso debemos esperar a que mejore la actividad. Urge tomar medidas para reactivar a la economía, con políticas específicas, productivistas, que apoyan al capital productivo, valga la redundancia, y no a costa de tu bolsillo, porque si alguien tiene que hacer un ajuste, esa es la política.
Esa es la propuesta de Roberto Lavagna y su equipo, al que pertenezco. Una propuesta que no es fundamentalista de la emisión ni del endeudamiento. Una propuesta que, en primer lugar, es patriótica.
Hace 8 años por lo menos que la Argentina no crece. Y la democracia moderna tiene una deuda grave con la sociedad, que es la pobreza estructural que este gobierno agravó con una mezcla de soberbia e impericia.
Mejorar la actividad es clave para que la dinámica del ratio deuda/PBI se reencauce hacia una situación saludable. Roberto Lavagna lo logró cuando le tocó ser ministro. Sin fanatismos. Sin sesgos ideológicos. Apelando a la producción y la creación de trabajo genuino. No estamos para grietas ni chicanas. El tiempo que viene será mucho más difícil. Necesitamos alguien que sepa hacerlo bien. En poco menos de 30 días no elegimos solo a un futuro presidente. Se nos juega el futuro.
Posdata
A Roberto Lavagna le tocó asumir a mediados de 2002, año en el que la economía caía 10,9%. En los 3 años siguientes el PBI creció al 8,8%, 9% y 8,9%, respectivamente. Dejó una economía en crecimiento, y no solo comparándola contra 2002, sino contra el máximo PBI del menemismo.
Además, bajó el nivel de endeudamiento público de 166,7% del PBI (2002), al 68% (2005). Y la productividad total de los factores a nivel país creció 16% entre 2003 y 2005.
Podrán desde la grieta prometer muchas cosas y justificarse otras tantas. Ninguno puede objetar la gestión de Roberto, ni tampoco adjudicarse sus logros. En las próximas elecciones nos jugamos mucho más que los egos, los odios y los enfrentamientos. Si por una vez no le ponemos un poco de racionalidad a las urnas, lo que se avecina no da la impresión de ser algo bueno.