Una de las variables más relevantes y contempladas en la economía –tanto por los hacedores de política como por otros agentes- es el déficit fiscal. Este término hace referencia al balance de ingresos y egresos que presenta el sector público, de una manera tan sencilla como la que utilizaríamos cualquiera de nosotros: si a lo largo de un período de tiempo, mis ingresos totalizan unos $100.000 y mis egresos se ubican en $150.000, estaría teniendo un faltante, un resultado negativo o un déficit de $50.000. Cuando esta situación se verifica en las cuentas del Estado, se lo denomina “déficit fiscal”, señalando que las salidas de dicho agente exceden a sus entradas.

A diferencia del cálculo que podríamos realizar cualquiera de nosotros, el sector público tiene sus ingresos y egresos bien delimitados, contabilizados por período e incluso como porcentaje de otras variables como el PBI (es decir el tamaño de la economía),  para tornarlos más representativos. En este sentido, focalizando en las entradas de dinero del Estado, encontramos las siguientes categorías: Ingresos de Capital, Otros Ingresos Corrientes, Rentas de la Propiedad y Tributos. Paralelamente, por el lado de los egresos, contamos con: Gastos Corrientes Primarios y Gastos de Capital. Simplificando estos términos, tenemos ingresos de dinero ligados a la recaudación de impuestos, arrendamientos, intereses, dividendos, derechos de propiedad de activos fijos, capitalización de empresas estatales, entre otros; y egresos relacionados con transferencias sociales, servicios básicos de educación, salud, seguridad, obras de infraestructura, por citar algunas alternativas.

Si nos detenemos en las cifras más actuales, en agosto, el Sector Público registró ingresos totales por unos $ 735,7 mM y gastos por $ 860,5 mM, lo que le permitió verificar un resultado primario (es decir, ingresos menos egresos, sin contar pagos de intereses ni el aporte solidario por ser un fondo destinado sólo a cuestiones de la pandemia) de – $ 147,8 mM y uno financiero (ahora sí, contabilizando intereses) de – $ 216,3 mM. Estos valores señalan un deterioro en el saldo fiscal primario de 65,1% en términos interanuales pero una mejora de 43,3% acumulados interanuales, números que para el resultado financiero se trasladan al -48,6% y +28,9%, respectivamente. Así, si bien no alcanzamos el terreno superavitario como sucedió en enero de este año, la mejora es considerable con respecto a los guarismos del 2020, plenamente afectados por las necesidades de la crisis sanitaria. En este sentido, mientras a fines del año pasado el déficit fiscal primario y financiero representaban el -6,5% del PIB y el -8,5%, en el orden mencionado, en el acumulado del año exhiben cifras de -1,7% y -2,9%, mostrando el saneamiento de las cuentas públicas.

En línea con esto, con la propagación del COVID-19 por el mundo, muchas fábricas y comercios debieron dejar de funcionar lo que provocó una caída en la actividad económica reflejada en una contracción del PBI. A su vez, la mayoría de los países aumentaron el gasto público con el fin de dar asistencia tanto a los sectores afectados como también a la población por la caída de sus ingresos. En el caso de Argentina, esta experiencia ocurrió fundamentalmente mediante la implementación del IFE, ATP, REPRO y el incremento de montos en la tarjeta alimentar. Así como el aumento de inversión pública destinada al sector de infraestructura de Salud, para terminar obras inconclusas o construir hospitales modulares así como incorporar equipamiento para asistir a las víctimas de la pandemia.

Por lo tanto, a lo largo del 2020, tanto el resultado fiscal como las cuentas nacionales se deterioraron: la actividad se redujo, contrayendo el PBI (lo que podría afectar al déficit como porcentaje del mismo, dado que al achicarse el denominador el resultado varía sensiblemente) al tiempo que también mermó la recaudación (haciendo caer los ingresos del sector público) y se incrementó el gasto por las necesidades suscitadas a partir del parate económico. Sin embargo, cabe mencionar que esta situación no fue ajena a lo sucedido en el resto del mundo –con ejemplos incluso más drásticos que lo verificado en nuestro país-, como se puede observar en el siguiente cuadro.

La pandemia nos tomó por sorpresa a todos, pero había que actuar rápido para evitar mayores contagios, salvar vidas y recuperar a aquellos sectores más golpeados. En este sentido, fue de vital importancia el rol del sector público para equipar los hospitales, conseguir vacunas y brindar asistencia social y económica. Consecuentemente, la decisión en general de los Estados fue la de brindar mayor asistencia sustentada en un mayor crecimiento del gasto.

Sin embargo, independientemente de lo sucedido en el 2020 –año atípico que puede ser considerado más como una excepción que como la regla-, varios países suelen presentar cifras negativas en relación a sus  resultados fiscales. Con respecto a esto, existe un gran debate sobre el impacto del desbalance en las cuentas públicas en la performance de las variables  económicas a largo plazo. ¿Es, entonces, el déficit fiscal un impedimento para el desarrollo de una economía?

Para responder a esto, debemos diferenciar dos secciones de análisis. Para los economistas, todo el cálculo de ingresos vs. egresos suele conocerse como estudio por “encima de la línea”. A su vez, la evaluación de las fuentes de financiamiento se la conoce como “por debajo de la línea”. Es en este último apartado donde se encuentra la respuesta a la pregunta anterior.

Existen tres maneras posibles para financiar el déficit fiscal. La primera de ellas es la suba de impuestos o la baja del gasto o una modificación del mismo que lo torne más eficiente, aunque en este contexto sería complejo de lograr en el corto plazo.

En segundo lugar, encontramos a la emisión de deuda, intentando paliar los faltantes de dinero con ingresos mediante la creación de bonos, por ejemplo. Vale decir aquí que esta deuda puede ser emitida en moneda doméstica o en moneda extranjera. Esto es un detalle no menor ya que, la emisión de deuda en moneda local supone mucha mayor flexibilidad en términos de la calidad del financiamiento que si se hace, por ejemplo, en dólares, ya que en este último caso le quita grados de libertad al margen de maniobra de la economía a largo plazo al tiempo que pone presión sobre el tipo de cambio, dado que estos dólares ya no serían necesarios solamente para financiar importaciones sino también para el pago de amortizaciones de la deuda mencionada.

Finalmente, el tercer punto hace referencia al mercado monetario, ya que la falta recursos en pesos podría ser subsanada mediante la emisión monetaria.

Consecuentemente, los efectos económicos que traen aparejadas estas tres alternativas son los que suelen plantearse como un “freno al crecimiento”. A continuación, veremos si esto es realmente así como se suele plantear desde cierto sector. 

En relación a los impuestos, la pregunta es en qué nivel podrían ser contractivos para la economía. Es decir, si los agente económicos cuentan con menores ingresos disponibles (luego de pagar los impuestos), entre otras cuestiones, su consumo e inversión serán menores, impactando en la demanda agregada y reduciendo así el nivel de actividad (siempre que el aumento en la recaudación no tenga como correlato un incremento en las obras públicas, servicios, entre otros, que compensen la baja anterior). Para poner este debate en perspectiva, a la hora de evaluar si los impuestos que se cobran son “altos” o no, lo mejor es recurrir a lo que se conoce como presión fiscal. Esta mensura es el cociente entre lo que se recauda y el tamaño de la economía de cada país. En este sentido, según la información del FMI, Argentina se ubica en el puesto 61 sobre los 176 países que brindaron información del año 2020.

Solo para tener un parámetro de comparación veamos algunos otros países (considerando que el 2020 fue un año excepcional por la pandemia y sus efectos).

Por otro lado, la deuda podría dificultar el crecimiento ya que las obligaciones de pago quitan fondos para nuevas inversiones y podrían demandar ciertas políticas poco deseadas para los agentes locales (como podría darse con las condiciones del FMI). Por último, la emisión fuera de niveles razonables, es claro que tiene impacto en los precios dada la presión que puede generar en el tipo de cambio, así como en la tasa de interés, entre otras variables.

Sin embargo, ni estos efectos ni la presencia del déficit fiscal podrían, por sí solos, supeditar el crecimiento a un segundo plano. En este sentido, y sin considerar lo que sucedió en este año ya que –luego del impacto de la pandemia- la recuperación resulta en parte inercial, existen muchos países con presiones tributarias altas y crecimiento de económico: en el 2019, la economía de España creció 2% en términos reales, mientras que su presión impositiva fue del 39,2%; Reino Unido se expandió 1,4% con una presión del 36,6%; Brasil ascendió 1,1% y sus impuestos representaban el 31,4%. Así, no se ve una relación estricta entre mayores tributos y menores crecimientos, ya que evidentemente éste depende de otros factores. Sin embargo, debemos destacar en este punto, que los guarismos de crecimiento son distintos según el tipo de economía que analicemos: para un país desarrollado, crecer entre 1%-2% está muy bien; mientras que, para uno en desarrollo -que apunta a desarrollarse, es decir, no sólo “crecer” sino mejorar en otras dimensiones relevantes-, tiene que expandirse sin pausa muchos años seguidos y de manera más fuerte.

Como se puede ver en el cuadro de abajo, no existe una relación clara ni decisiva entre las variables. Cabe mencionar, a su vez, que tomamos como parámetro el 2019 ya que no se ve afectado por la pandemia ni por su “efecto recuperación”.

Asimismo, si contemplamos la evolución del déficit primario y crecimiento real del PIB entre países con distintos niveles de desarrollo, encontramos lo siguiente:

Resumiendo, ninguno de los factores mencionados anteriormente acota las posibilidades de crecimiento por sí solo. Es necesario más bien pensar en un conjunto  de fenómenos para explicar dicha situación. Asimismo, en ciertas ocasiones –como fue durante la pandemia-, el déficit fiscal se torna conveniente para paliar los efectos no deseados de otros eventos, lo que se conoce como política anticíclica. Si bien no es una solución definitiva, permite “surfear la ola” para luego buscar –como lo está haciendo el Gobierno actual- subsanar los problemas de fondo.